Cada historia tiene un comienzo, pero pocas veces se le puede poner una fecha exacta. La de la obsolescencia programada, por increíble que parezca, sí tiene un punto de partida exacto. El 23 de diciembre de 1924 se reunieron en Ginebra los principales fabricantes mundiales de bombillas, entre ellos compañías como Osram, Phillips o General Electric. Allí firmaron un documento por el que se comprometían a limitar la vida útil de sus productos a 1.000 horas, en lugar de las 2.500 que alcanzaban hasta entonces. El motivo, claro está, era lograr mayores beneficios económicos. Había nacido el primer pacto global para establecer de manera intencionada una fecha de caducidad a un bien de consumo.
Este acuerdo oficializaba una nueva era del consumo. A partir de entonces, los fabricantes incorporaron un principio en su modelo de negocio que quedó plasmado en un texto de la revista Printer’s Ink en 1928: “Un artículo que no se desgasta es una tragedia para los negocios”. En la década de los cincuenta se le puso un nombre: obsolescencia programada. En unos EE UU en plena expansión comercial, el diseñador industrial Brooks Stevens popularizó el término, que definió de manera elocuente: “Instalar en el comprador el deseo de poseer algo un poco más nuevo, un poco mejor, un poco antes de lo necesario”.
“Aquella obsolescencia era un modelo de clases medias, planteaba un bienestar general, un consumo más generalizado y no reducido a círculos burgueses”, explica Luis Enrique Alonso, catedrático de Sociología en la Universidad Autónoma de Madrid y autor de libros como La era del consumo. Sin embargo, a medida que la tecnología se desarrollaba y alcanzaba mayores niveles de complejidad, la obsolescencia fue separándose de esa visión naïf y positiva del consumo al alcance de todos y el crecimiento económico al que no se le adivinaba un fin. “Ahora es un fenómeno muchísimo más diseminado e integrado, se ha convertido en algo mucho más sibilino y poderoso”, apunta Alonso. El motivo ya no está en los bienes de consumo, sino en nuestra cabeza.
La realizadora alemana Cosima Dannoritzer empezó a trabajar a finales de la década pasada en un documental que abordaba el fenómeno de la obsolescencia programada. “Cuando comencé a interesarme por el tema pensaba encontrar algunas empresas que utilizaban esa práctica para ganar más dinero, pero me di cuenta de que se trata de algo sistémico, que toda nuestra economía depende de ella”, recuerda. Su documental, Comprar, tirar, comprar, estrenado en 2011, proporcionó una visión global sobre los peligros de este ciclo infinito del consumo, y sus consecuencias más allá de nuestros bolsillos.
Este acuerdo oficializaba una nueva era del consumo. A partir de entonces, los fabricantes incorporaron un principio en su modelo de negocio que quedó plasmado en un texto de la revista Printer’s Ink en 1928: “Un artículo que no se desgasta es una tragedia para los negocios”. En la década de los cincuenta se le puso un nombre: obsolescencia programada. En unos EE UU en plena expansión comercial, el diseñador industrial Brooks Stevens popularizó el término, que definió de manera elocuente: “Instalar en el comprador el deseo de poseer algo un poco más nuevo, un poco mejor, un poco antes de lo necesario”.
“Aquella obsolescencia era un modelo de clases medias, planteaba un bienestar general, un consumo más generalizado y no reducido a círculos burgueses”, explica Luis Enrique Alonso, catedrático de Sociología en la Universidad Autónoma de Madrid y autor de libros como La era del consumo. Sin embargo, a medida que la tecnología se desarrollaba y alcanzaba mayores niveles de complejidad, la obsolescencia fue separándose de esa visión naïf y positiva del consumo al alcance de todos y el crecimiento económico al que no se le adivinaba un fin. “Ahora es un fenómeno muchísimo más diseminado e integrado, se ha convertido en algo mucho más sibilino y poderoso”, apunta Alonso. El motivo ya no está en los bienes de consumo, sino en nuestra cabeza.
La realizadora alemana Cosima Dannoritzer empezó a trabajar a finales de la década pasada en un documental que abordaba el fenómeno de la obsolescencia programada. “Cuando comencé a interesarme por el tema pensaba encontrar algunas empresas que utilizaban esa práctica para ganar más dinero, pero me di cuenta de que se trata de algo sistémico, que toda nuestra economía depende de ella”, recuerda. Su documental, Comprar, tirar, comprar, estrenado en 2011, proporcionó una visión global sobre los peligros de este ciclo infinito del consumo, y sus consecuencias más allá de nuestros bolsillos.
“La economía del crecimiento difunde un miedo a salir de ese sistema”, afirma Dannoritzer. “Parece que si no existiese ese crecimiento nos volveríamos pobres, que no tendríamos trabajo, casi como una vuelta a la Edad Media… pero no es verdad. Ha habido otros sistemas antes y habrá otros después”. Luis Enrique Alonso confirma este fenómeno que varios autores han denominado obsolescencia psicológica o cognitiva. “Hay un discurso de la amenaza muy fuerte: individuos que se van a quedar fuera del sistema funcional si no tienen determinados productos. La obsolescencia ya no tiene ese sentido positivo de llamar al crecimiento y el bienestar, sino que incluye un elemento de exclusión”.
La publicidad ha jugado un papel clave en este cambio en nuestra psique que nos empuja a querer, por ejemplo, ese smartphone nuevo sin plantearnos siquiera si el que ya tenemos todavía funciona. “Si ves los anuncios de hace dos o tres generaciones, vendían que su producto era mejor, que su coche era más rápido, pero ahora a veces ni te muestran ese producto. Vinculan los objetos y la función que tienen a nuestras inseguridades”, explica Dannoritzer. “Dentro de este contexto, hemos aceptado como algo normal el hecho de tirar un objeto cuando ya no funciona. Lo vemos como un derecho: yo lo puedo tirar y alguien se tiene que ocupar de esos residuos. Y no es tan fácil si pensamos en el futuro y lo que puede pasar con nuestro planeta”. La directora alemana apunta a otra de las consecuencias de la obsolescencia, quizás la más apremiante y amenazadora.
En 2025 se generarán 53,9 millones de toneladas de desechos procedentes de productos electrónicos, según la Oficina Internacional de Reciclaje (Bureau of International Recycling). Pero gran parte de esa chatarra no está a nuestra vista, sino en lugares como Agbogbloshie, una zona cercana a Accra (Ghana) que se ha convertido en un inmenso vertedero al que van a parar esos teléfonos, ordenadores o electrodomésticos que dejaron de funcionar y que era más sencillo reemplazar que arreglar. Otros países como Pakistán son el destino final de los 41 millones de toneladas de basura electrónica que generamos cada año, según Naciones Unidas.
“La economía del crecimiento y la obsolescencia programada no funciona a largo plazo porque no podemos acelerar siempre, hay un tope de recursos, de energía”, advierte Dannoritzer. “Es un sistema que funcionaba bien en la década de 1920, en los años 30, 40… pero no es algo que se pueda mantener. O nos quedamos sin recursos y energía o llenamos el planeta de basura innecesaria”. En su documental Comprar, tirar, comprar, el economista Serge Latouche, partidario de la ideología del decrecimiento, lo expresa de manera más gráfica: “Con la sociedad del crecimiento vamos todos en un bólido que ya nadie pilota, que va a toda velocidad y cuyo destino es un muro”.
“La obsolescencia programada está íntimamente relacionada con el modelo de crecimiento, que es depredador del medio ambiente”, asegura Luis Enrique Alonso. “Da la impresión de que si se instauran medidas más restrictivas se ralentiza el crecimiento, algo que puede tener un coste político”, prosigue el catedrático de Sociología. “Cada vez tenemos más referencias y modelos posibles de convivencia, más racionales y sostenibles y, sin embargo, impera el corto plazo de la política económica, que solo toma el crecimiento del PIB como referencia. La supervivencia de las políticas económicas y de los propios gobiernos se rigen por esos indicadores”.
“La lucha empieza ya con el diseño de los productos, con conseguir que se diseñen cosas que se puedan arreglar”, defiende Cosima Dannoritzer. “Por ejemplo, es muy difícil que puedas cambiar ahora tú mismo una batería de ordenador. También deberíamos tener más información. Disponer, entre otros, de una etiqueta que te diga cuánto dura un producto, o cuánta energía se ha empleado para confeccionarlo. Deberíamos tener ese derecho”.
- Salir de la rueda
Cuando los fabricantes de bombillas se reunieron en Ginebra en 1924, una de esas sencillas fuentes de luz llevaba ya 23 años alumbrando de forma ininterrumpida un parque de bomberos de Livermore, en California. Hoy, esa bombilla sigue encendida 117 años después, convertida en una atracción turística local, pero también en el símbolo de la posibilidad de crear productos mucho más perdurables que lo que dicta el mercado obsolescente.
La bombilla del parque de bomberos de Livermore (California) funciona desde 1901 |
“Es necesario un nuevo pacto social en el que se incluyan unas reglas de juego más racionales, y que no parezca que el consumidor final es el que tiene que arreglar todo el desaguisado”, explica Alonso. Lo cierto es que la concienciación sobre los efectos de la obsolescencia va creciendo, no solo entre los ciudadanos. Francia es el país de la Unión Europea que se ha tomado más en serio la lucha contra la obsolescencia, estableciendo penas de hasta dos años de prisión y multas de 300.000 euros a las empresas que violen las leyes de defensa del consumidor.
Laetitia Vasseur es la cofundadora de HOP, siglas de Halte à l’Obsolescence Programmée (Alto a la obsolescencia programada). Su organización ha trabajado como grupo de presión para que legisladores y empresas rechacen un modelo económico basado en producir objetos tremendamente perecederos. “Antes de las últimas elecciones en Francia, les preguntamos a todos los candidatos sobre su programa en materia de obsolescencia programada”, cuenta Vasseur. “Ahora trabajamos junto al Gobierno para fomentar iniciativas de economía circular”.
Una de las reivindicaciones de HOP pasa por que los fabricantes ofrezcan mayor información sobre sus productos al consumidor. “Sobre todo, que se ponga de manifiesto la durabilidad de esos bienes de consumo, de manera que el consumidor pueda comparar y elegir aquellos productos que duran más”, prosigue Vasseur. “Esta propuesta fue aprobada por el Gobierno y ahora estamos trabajando en su implementación”.
En otros casos, su acción es incluso más directa. A comienzos de este año, HOP demandó a distintos fabricantes tecnológicos, entre ellos Apple y Epson. A la empresa de impresoras la acusan de provocar que sus máquinas dejen de funcionar de manera intencionada por la introducción de un chip que limita su vida útil, algo que también se expresaba en el documental Comprar, tirar, comprar. “Queremos que este tipo de empresas reaccionen y cambien su política”, afirma Vasseur. “Y estamos empezando a ver un cambio de mentalidad en muchas de ellas”.
“En España no se han tomado apenas medidas para combatir esta práctica”, explica Enrique García López, del departamento de comunicación de la OCU. La Organización de Consumidores y Usuarios ha puesto en marcha una campaña informativa contra lo que llaman obsolescencia prematura, con consejos para que el usuario la evite. “Por ejemplo, que elijan productos diseñados de forma que no haya piezas de calidad deficiente, o que el precio de los consumibles no sea superior al del producto nuevo”. Otras asociaciones, como la catalana Millor que Nou [Mejor que nuevo], promueven la reparación de aparatos y el intercambio como alternativa a generar mayor número de desechos tecnológicos.
Esa economía circular es una de las iniciativas que también están siendo apoyadas por la Unión Europea. Según la Eurocámara, las marcas de tecnología deben permitir que se extraigan las piezas de sus productos para ser reemplazadas; por ejemplo, las baterías de los móviles. También se plantea la creación de una etiqueta para productos fáciles de reparar. Sin embargo, en una época en la que la vida útil de los aparatos se reduce cada año, no parece una tarea fácil.
Mientras la legislación avanza en paralelo a la concienciación pública, cada decisión importa. “Siempre digo que cada uno puede cambiar pequeñas cosas”, cuenta Cosima Dannoritzer. “Si me quedo mi móvil un año más no me va a arruinar la vida, y si todos hacemos lo mismo se tirarían menos móviles”. Ya no solo se trata de algo que afecte a nuestra economía doméstica, sino quizás a nuestra supervivencia.
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